En una pequeña vivienda de la región 203 de Cuna Maya, donde el silencio pesa más que las paredes desnudas, fue encontrado un abuelito viviendo en condiciones desgarradoras, abandonado por aquellos a quienes un día crió con amor: sus propios hijos.

Con una severa infección en el pie izquierdo, producto de una diabetes que avanza sin piedad, el anciano se aferraba a la vida entre el dolor físico y el vacío emocional. La herida, descuidada por días —quizá semanas— ya comenzaba a consumirle la carne, mientras él, resignado, esperaba en soledad. No había visitas, ni llamadas, ni siquiera una mirada de consuelo. Solo él, su cama improvisada, y el eco de una casa que alguna vez fue hogar.

Fueron los vecinos, conmovidos por la escena, quienes alzaron la voz ante la indiferencia. No pudieron quedarse de brazos cruzados al ver cómo un ser humano, un padre, era condenado al olvido. Ellos contactaron a medios de comunicación y pidieron ayuda a la ciudadanía, mostrando que aún existe empatía en un mundo que a veces parece haberla perdido.

Sin embargo, una ausencia resuena con fuerza en esta historia: la del grupo especializado GEAVY, una instancia creada supuestamente para brindar auxilio a personas de la tercera edad en situación de abandono. A pesar de los múltiples reportes previos por parte de los vecinos, nunca se presentaron. Su labor, que debería enfocarse en el rescate y atención médica de adultos mayores, brilló por su ausencia. En un momento donde más se les necesitaba, el silencio institucional fue tan cruel como el abandono familiar.

La empresa de ambulancias RIM, con gesto humanitario, acudió sin costo alguno y trasladó al hombre al Hospital General de Cancún. Allí, por fin, fue recibido por médicos especialistas. Pero más allá del tratamiento físico, el alma del abuelito aún sangra por una herida que no se cura con medicamentos: el abandono de sus hijos.

Según relatan los vecinos, sus hijos son profesionistas, personas con recursos y preparación, pero ni eso fue suficiente para moverles el corazón. Ninguno se ha presentado. Ninguno ha preguntado por él.

Hoy, ese hombre lucha por su vida en una cama de hospital. Y aunque los médicos hacen su parte, el mayor alivio que podría recibir es un gesto de amor. Uno solo. Una mano que lo tome, una voz familiar que le recuerde que no está solo.

Porque no hay dolor más profundo que el de ser olvidado por aquellos a quienes se dio todo.

Y mientras tanto, la casa en la región 203 queda en silencio, con la puerta entreabierta, como si aún esperara que algún hijo regrese.
