La semana pasada, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, dijo que a partir del 10 de junio su país impondrá un arancel del cinco por ciento —que aumentará gradualmente— a todos los productos provenientes de México.
El anuncio de Trump podría plantear dos problemas serios para México: la llamada crisis migratoria en la frontera de México y Estados Unidos y el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá, o T-MEC, el nuevo TLCAN. El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, debe atender ambos asuntos al mismo tiempo. Pero está mal preparado para hacerlo.
La estrategia de López Obrador ha sido evitar a toda costa la confrontación con Trump. Horas después del anuncio de los aranceles, el presidente de México envió una carta en la que desdeñó el eslogan “Estados Unidos primero” de Trump. Sin embargo, en el tono contenido que lo caracteriza, dejó claro que prefería el diálogo a la confrontación.
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El razonamiento que sustenta esta postura es sencillo: López Obrador está decidido a concentrarse en su agenda nacional. Para él, los asuntos de política exterior son distracciones, pero las relaciones entre México y Estados Unidos son un tema nacional: el comercio, la inmigración, las drogas, la seguridad y la inversión son todas preocupaciones internas en México, como lo son la mayoría de los asuntos relacionados con América Central. López Obrador no parece entenderlo.
Cuando AMLO comenzó a otorgar más visas humanitarias a centroamericanos en diciembre, no se dio cuenta de que la mayoría de los migrantes de esa región que iban camino a Estados Unidos no querían quedarse en México. Además, subestimó de manera considerable la obsesión de Trump con la inmigración, asumió que era una cuestión meramente electoral (aunque, en parte, lo es). El mal humor de Trump fue aumentando de manera proporcional a la cantidad de centroamericanos que llegaban a la frontera estadounidense.
La amenaza de los aranceles de Trump tiene el único propósito de obligar a México a reducir de manera drástica la cantidad de centroamericanos que recorren el país rumbo a Estados Unidos. El domingo 2 de junio, el secretario interino de Seguridad Nacional, Kevin McAleenan, detalló los tres temas que Estados Unidos quiere trabajar con México.
En primer lugar, México debe firmar el acuerdo para convertirse en Tercer País Seguro, un plan que el gobierno de Trump ha estado impulsando desde 2018. Esto significaría que los migrantes no mexicanos que lleguen a la frontera entre México y Estados Unidos no podrían solicitar asilo ni se les permitiría el ingreso a Estados Unidos para una audiencia, debido a que se consideraría que están “seguros” en México. En segundo lugar, Estados Unidos está exigiendo medidas severas contra las que identifica como organizaciones criminales trasnacionales que controlan el transporte de migrantes por territorio mexicano. Y, en tercer lugar, quiere que México selle su frontera con Guatemala, si no en la frontera misma, entonces en el Istmo de Tehuantepec, el cual, aunque se encuentra a 160 kilómetros, es la región más estrecha de México.
Trump le dio a México diez días para aceptar estos términos. México no debería hacerlo. Además de que los términos son infames, México no puede ofrecer un santuario seguro a los migrantes centroamericanos.
Desde enero, según las estadísticas del Departamento de Seguridad Nacional estadounidense, más de 460.000 migrantes, la mayoría de ellos centroamericanos, han sido detenidos en la frontera con Estados Unidos. Cerca de 6000 han sido posteriormente enviados a México en espera de sus audiencias de asilo, en lo que se conoce como el programa “Quédate en México”, que López Obrador aceptó de manera vergonzosa el año pasado.
Si se aceptara un tratado de Tercer País Seguro, con probabilidad, muchos de los migrantes que huyen de la violencia en sus países serían abandonados por el gobierno de Trump y dejados al resguardo de México. El Departamento de Seguridad Nacional estadounidense calcula que los arrestos de migrantes centroamericanos en la frontera llegarán al millón de personas salvo que se tomen medidas inmediatas.
Sellar Tehuantepec implica frenar la migración a través de una franja de selva más o menos tan extensa como la distancia entre Nueva York y Filadelfia. Si las consecuencias del rechazo de los términos de Trump, que equivalen a una extorsión, son, por ahora, un arancel del 5 o del 10 por ciento, que así sea. El peso mexicano ya sufrió una devaluación del 2 por ciento la semana pasada; un 3 por ciento adicional para compensar el primer aumento virtualmente no tendría ningún impacto inflacionario y contrarrestaría el impacto de los nuevos aranceles. Esta práctica no es inusual en el comercio internacional: China suele hacer lo mismo.
Para cuando los aranceles más elevados lleguen, tal vez comiencen a sentirse los efectos de algunas de las contramedidas que los aliados de México en Estados Unidos podrían tomar. Estas podrían incluir impugnaciones ante los tribunales a la autoridad del presidente para aplicar dichos aranceles, presión por parte de los exportadores estadounidenses afectados por los “aranceles mexicanos” compensatorios y motivados por las elecciones, y la resistencia política general a la decisión de Trump, incluyendo a miembros de su propio gobierno. Además, en el verano, los flujos migratorios bien podrían disminuir, debido a las altas temperaturas que suelen ser mortales. Dicho esto, probablemente México no podría lidiar con un arancel del 25 por ciento.
El problema del acuerdo comercial es más complejo. México y Canadá acaban de enviar el T-MEC a sus respectivos poderes legislativos para su ratificación. El acuerdo es irrelevante mientras Estados Unidos no lo ratifique. Para ello se necesita una mayoría simple en ambas cámaras, y la ventana política y electoral para convencer a los demócratas de votar a favor es pequeña y se está reduciendo. La mayoría de los analistas temen que si la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, no somete a votación el T-MEC para finales de agosto, las deliberaciones se pospondrán efectivamente hasta después de la elección presidencial. Dada la actual hostilidad entre los representantes demócratas y la Casa Blanca, cuesta trabajo ver qué podría ganar ella al serenar a Trump.
Para México, el daño sería significativo; provocaría incertidumbre entre los inversionistas, quienes ya están nerviosos por varias de las políticas económicas de López Obrador. Esto sería particularmente cierto si Trump se retirara del actual TLCAN, algo que ya ha amenazado con hacer en diversas ocasiones. Por desgracia, López Obrador tiene pocas cartas para jugar.
Su mejor opción, aunque dista de ser la ideal, probablemente sería pedirle a Trump y al primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, que pospongan el T-MEC hasta después de las elecciones de 2020, para evitar su politización, y que se deje el actual TLCAN en efecto hasta entonces. El presidente mexicano no está preparado para lidiar con un acuerdo respecto del que se ha mostrado ambivalente durante toda su carrera. Durante años, López Obrador vio con recelo el TLCAN y los tratados de libre comercio en general. Sin embargo, desde el año pasado, se volvió un entusiasta defensor del T-MEC, sin darse cuenta de los obstáculos que enfrentaría en el Congreso de Estados Unidos. Su falta de convicción debilita la postura de su gobierno.
Este es uno de los momentos más tensos de las relaciones entre México y Estados Unidos en décadas, como se predijo ampliamente. La política de López Obrador de evitar confrontaciones con Trump a toda costa ha fracasado. Tiene pocas alternativas pero son preferibles a someterse de manera continua al gobierno de Washington, que ni siquiera aceptará un “sí” como respuesta.
Jorge G. Castañeda