El viento soplaba con suavidad, como si intentara consolar a los corazones rotos que se reunieron en el mismo lugar donde, horas antes, la tragedia había cambiado sus vidas para siempre. Lágrimas silenciosas, abrazos temblorosos y miradas perdidas fueron el lenguaje de quienes acudieron a despedir a sus seres queridos, víctimas del fatal accidente del autobús Tour’s Acosta.
Cada nombre pronunciado con voz quebrada era una súplica al cielo, un intento desesperado por comprender lo incomprensible. Entre flores y veladoras, el eco de sus risas aún parecía flotar en el aire, recordando que hace apenas unas horas eran personas con sueños, con planes, con promesas sin cumplir.
“Salió de casa con una sonrisa… y nunca volvió”, decía una madre con la voz ahogada en llanto. “Si hubiera sabido que era la última vez que lo vería, lo habría abrazado más fuerte”.
La vida es frágil, tan efímera como el humo de las velas que titilaban en el asfalto. Un segundo de más, un minuto de menos… y todo cambia.
Hoy, en medio del dolor, solo queda la fe y el recuerdo. Un recordatorio de que cada despedida puede ser la última, de que ningún “te quiero” está de más, de que cada día es un milagro que no siempre sabemos valorar.
Desde el lugar del accidente, los familiares elevaron sus plegarias, pidiendo fortaleza para enfrentar la ausencia, y abrazaron la esperanza de que, algún día, volverán a encontrarse.




