Cavell –cuyo pensamiento, más que constituir un sistema, aborda diversos problemas filosóficos– es una de esas raras figuras que despiertan respeto entre grupos académicos en pugna. Su reflexión va de la estética a la ética y desemboca en la política.
Antes de sentarse a redactar este artículo, quien lo escribe ha contemplado detenidamente durante un rato el pasillo del edificio donde vi- ve. Está lleno de restos de humo y polvo negros, el techo se ha resquebrajado y amenaza con caer: hace dos noches ardió. El mundo más cotidiano, el que empieza en la casa y en el rellano puede quedar de pronto desfigurado por un incendio. El simple pasillo que atravesamos distraídamente cada mañana para ir a trabajar puede transformarse, de noche y lleno de humo tóxico, en un lugar mortalmente peligroso. Vivimos en la posibilidad permanente de destrucción, como reflexiona Catherine Malabou en su Ontología del accidente (2009), porque no toda reconfiguración de lo que nos rodea es positiva ni constructiva, como puntualiza la pensadora. Emboscada en cada instante aguarda una plasticidad negativa de la que nadie sabe qué puede salir: aquella que, por la vía de la destrucción, da lugar a algo surgido del accidente, a algo que emerge por accidente. Es la naturaleza de ese algo que pulveriza nuestra seguridad ontológica y nuestras categorías de autocomprensión lo que se impone pensar.
Malabou explora en el filo de lo inenarrable, de lo irredimible: indaga la modalidad de acontecimiento que destruye de pronto la faz de nuestro mundo o nuestro propio rostro y nos cambia, haciéndonos unos extraños para nosotros mismos y para los demás. Ante esta posibilidad tan extrema, que es ontológica y a la vez no es subsumible en ninguna ontología previa, en ningún régimen que caracterice lo existente, ¿cómo no ser escépticos, en el sentido filosófico del término, y admitir que en el fondo no sabemos nada?, ¿cómo no darse cuenta de que contemplar el mundo cotidiano es contemplar la posibilidad incesante de su desaparición? Si leer a Malabou nos señala hacia dónde no queremos mirar, pensar con Stanley Cavell (Atlanta, 1926-Boston, 2018) nos lleva más allá, ayudándonos a transitar por ese escepticismo para recuperar la confianza en lo ordinario. Cuando ponemos entre paréntesis las supuestas certezas que nos proporciona, lo ordinario se torna extraordinario mediante actos de conciencia que nos revelan su profundidad ontológica, que nos lo devuelven tanto como nos devuelven a él. Observar las formas de perder el mundo, de perdernos o salirnos del camino (extraviarnos) para recuperarlo, es el movimiento escéptico que Cavell nos propone atravesar. Porque, como sabían los situacionistas, hay un método en la deriva, en salirse del camino, que nos abre otras rutas, otros mundos. Cavell nos invita a entender que el escepticismo no da al traste con el concepto de mundo, sino que es parte constitutiva de él y hay que aprender a vivir atravesando a oscuras su marea de incertidumbre.
Abrazar la posibilidad más radical, la de que no solo es que no podamos conocer el mundo (posibilidad epistemológica) sino que podemos llegar a perderlo (posibilidad ética, política), se transforma en una formidable fuente de responsabilidad acerca de nuestro modo de estar en él, porque nos fuerza a pensar qué tipo de relación guardamos con el mundo: una relación más allá de la pretensión de conocerlo y de la fantasía de su posesión. Con el mundo guardamos una relación de copertenencia en la que este se reenvía con cada acto de conciencia, comienza con cada uno de nosotros, orígenes y posibles destructores de mundos. Si aceptamos ese envite a pensar de otro modo y a pensarnos de otro modo, entraremos a formar parte de una fascinante conversación: la que nos proporciona la extraña escritura filosófica de Cavell, donde ver algo nuevo consiste, justamente, en ver algo de nuevo, en mirarlo con otros supuestos y por supuesto otras, y radicales, consecuencias. Toda la filosofía de Cavell nos retrata como seres lanzados al mundo pero cargados de responsabilidad por él: el modo en que vemos o no vemos, hacemos o dejamos de hacer, respondemos o guardamos silencio ante los demás.
Cavell no es un filósofo de sistema sino de problemas filosóficos y esta es una clave fundamental para aproximarse a su obra. La ausencia de una perspectiva de sistema en sus escritos no quiere decir que no argumente con sistematicidad, como corresponde a su sólida formación analítica. Lo que ha dado fama de dificultad a sus textos es el hecho de que algunos de sus lectores entran en la filosofía de Cavell de un modo muy parcial, a través de un solo libro, sin comprender cabalmente en qué consiste su proyecto filosófico. Es preciso entender qué quiere hacer Cavell con la filosofía o a través de ella. Para ello nada mejor que trazar una analogía con el autor que posiblemente más ha influido en su manera de escribir, Wittgenstein. Si para Wittgenstein la filosofía era una terapia destinada a sacarnos de nuestros entuertos lingüísticos, para Cavell esa filosofía terapéutica es, además, un profundo método de formación, una auténtica educación integral de la persona. Este intenso proyecto de edificación personal o perfeccionismo acarrea, por un lado, una conciencia exacerbada de las implicaciones éticas del uso del lenguaje en general y de la escritu- ra filosófica en particular y, por otro, una concepción del filosofar como un pacto de conversación, que es tanto una dimensión preparatoria como una condición de posibilidad previa a todo aprendizaje. En este sentido, cualquiera que esté familiarizado con la obra de Derrida o que haya leído la forma dialógica que adoptan las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein reconocerá de inmediato un aire de familia con la forma de escribir filosofía que ejercita Cavell. Más allá de las preferencias estilísticas entenderá que la exploración conceptual de determinadas cuestiones acarrea la ejercitación de ciertas formas, no siempre fáciles pero nunca caprichosas, de escribir.
Profesor de estética y teoría del valor en Harvard, Cavell fue un filósofo ampliamente reconocido en Estados Unidos entre colegas de diferente orientación, siendo una de esas raras figuras capaces de concitar respeto entre tribus filosóficas habitualmente enfrentadas. Establecer su perfil abarcaría mucho más que un artículo pero baste mencionar, a modo de pinceladas estratégicas, la amistad profunda que lo unió a Hilary Putnam,
1 su fecundo debate con Richard Rorty
2 o el hecho de que su ¿Debemos querer decir lo que decimos? (1969) fuese el libro más robado
3 por estudiantes sin recursos en dos grandes bibliotecas de Estados Unidos, para darnos una idea de la pasión que suscita la lectura de Cavell entre grandes figuras del pensamiento norteamericano y entre desconocidos lectores, así como de su particularísima recepción, que año tras año va pasándose de unos a otros como un secreto a voces. Pese a su fama de autor difícil y a ser más conocido en ámbitos de teoría fílmica que en foros específicamente filosóficos, una valoración más amplia de este gran pensador en el ámbito hispanoparlante es solo cuestión de tiempo. En buena medida ello será posible gracias a que sus obras están siendo excelentemente traducidas, pese a su dificultad, por un conjunto de buenos conocedores de sus ideas,
4 una comunidad de lectores en crecimiento.
El pensamiento de Cavell es una encrucijada donde se encuentran caminos filosóficos tan diferentes como Wittgenstein, Kant, Austin, Kierkegaard, Emerson, Derrida, James, Dewey, Nietzsche o Heidegger, donde tiene lugar una reflexión sobre una genuina “filosofía norteamericana” que se presenta paradójicamente entreverada de filosofía europea o donde el cuestionamiento de la escritura filosófica se entrelaza en reflexiones fronterizas con la literatura, la poesía o el cine. Ahora bien, esta compleja constelación de problemas no nos impide percibir que sus reflexiones transitan un camino serpenteante pero firme, una vía de reflexión ontológica que discurre desde la estética a la ética para desembocar, finalmente, en la política.
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Cavell traza con sus herramientas personales la ontología de un mundo común, siempre amenazado por el escepticismo y por la aniquilación de la presencia de los demás, pero que pese a todo avanza con paso decidido desde lo más íntimo a lo más general. Parte nuestras formas de sentir, de experimentar lo sensible y a los otros como seres sintientes (la aisthesis, la estética, el arte), hacia nuestras formas de responder al hecho de la existencia de los otros, de ser responsables ante los demás a través de nuestro lenguaje (la ética) hasta llegar finalmente a los supuestos bajo los que nos tratamos unos a otros, partiendo de la condición fundamental de un ser en común con los demás (la política). La comunidad que reivindica Cavell no es una comunidad política sustantiva sino una comunidad hecha sobre la estructura ontológica de lo común, en el doble sentido del término “común”, esto es, lo cotidiano y lo compartido.
Asimismo, el otro gran supuesto sobre el que trabaja Cavell, el carácter común del lenguaje y sus decisivas consecuencias, no equivale en modo alguno a una concepción pandiscursiva que redujera el dar cuenta de lo real exclusivamente a través de una forma lingüística. El primado del lenguaje sirve aquí a otro propósito: el de abrir nuestra percepción (abrir “mundo”) a esos fugaces instantes donde se alinean mundo y palabras mostrándonos un mundo común, tal como para Wittgenstein se podía condensar un océano de sentido en una gota de gramática.
A partir de estas tres dimensiones (estética, ética y política) el lector puede emprender a través de diferentes libros un impresionante viaje donde filosofar no es solo pensar sobre la experiencia sino hacer de hecho experiencias, incluso de las más negativas, de aquellas que suponen un “fracaso del mundo común” o un fracaso del lenguaje. La experiencia esencial que subyace al escepticismo y al extrañamiento que lo acompaña no es una pura negatividad destructiva, es la de una toma de distancia crítica que nos permite, tal como nos alejamos de un cuadro para poder verlo en conjunto, entendernos en cada uno de estos fracasos o quiebras del mundo común como seres coimplicados unos con otros en una red compartida de acciones y supuestos. Seres inmersos en una red ontológica. Lo fascinante de la propuesta de Cavell es que esta perspectiva estructural no impide (es más, lo reclama) el reconocimiento o la escucha de una voz propia, singular, donde reverbera un eco universal. Cavell hace valer la dimensión subjetiva, la experiencia personal, como caja de resonancia donde suena una voz, un discurso en primera persona, pero que también, y antes que nada, es plural (un ser singular plural como ha expresado Jean-Luc Nancy).
La obra de Cavell reconstruye así la dimensión de la intersubjetividad y la racionalidad sin prescindir de los sujetos empíricos, de sus cuerpos, de sus palabras y de sus pasiones, apoyándose en la experiencia de lo imper- sonal. Una experiencia entendida como la de ser nadie en particular y ser todos a la vez, tal como el hablante de una lengua actualiza desde su persona, desde su caja de resonancia, la gramática que en realidad es de todos y de nadie en concreto. Estas son las “Ciudades de palabras” a las que se refiere Cavell en el título de uno de sus libros. Ciudades hechas de conversaciones, conversaciones hechas desde cuerpos, cuerpos que se encuentran en continuidad sensible unos con otros, que se pueden ignorar mutuamente, cosificarse recíprocamente, que pueden quebrar la confianza en el mundo. Pero que también en mitad de un incendio, por ejemplo, son cuerpos que se dan la mano, que se encuentran al final de un pasillo en llamas. La mano de un desconocido, de nadie, que nos salva del escepticismo y, de paso, del fin del mundo. Que nos devuelve a él. ~